jueves, 21 de abril de 2011

La cacería

Otra noche más. Otra cacería más. Hubo una época en la que ésto me gustaba, en la que era un hobby. Ahora es rutina, tedio, comienzo a odiarlo, si no lo odio ya.


Para hacerlo un poco más suave, decidí ir a mi coto favorito. Uno de esos bares de copas, oscuros, con tubos de neón y Leds que aumentan la sensación de oscuridad más que iluminar. Un bar en los que la clientela mimetiza las sombras vistiendo de negro su blanca piel. Un bar con música dura, tintes góticos, siniestro y vampírico. Un bar donde hermosas y esbeltas chicas de piel de mármol te miran hasta dejarte helado con sus labios tan rojos que llegan a doler en tanta oscuridad.


El perfecto coto de caza para lo que iba a hacer. Una pena que no vaya a disfrutarlo.
 

Me equipé para la caza. Me vestí de negro, como si fuera a un funeral. Adapté mi expresión para asistir a mi propio funeral, viéndolo con risa sarcástica por haber esquivado a la Parca. Me puse también mis lentillas. Nunca salgo de caza sin las lentillas, aún y cuando veo perfectamente. Son indispensables para lo que iba a hacer.


Salí a la calle. Pillé el primer taxi que pasó. Di la dirección al conductor y me encerré en mis propios pensamientos en el asiento trasero. Nunca suelo ir detrás en un taxi, aún yendo solo, pero hoy necesitaba aislarme, necesitaba matar ese sentimiento de culpabilidad que me embargaba en las últimas cacerías.


¿Por qué me sentía así? Era mi voluntad hacerlo, nadie me había obligado, es el destino que he elegido para mí, podria incluso dejarlo. Pero éste destino, una vez te agarra, no te suelta. Sus garras son de acero. De ésas garras que, una vez clavadas en la carne, hacen más daño al retirarlas que dejándolas clavadas.


No. Nunca iba a dejarlo. El fin llegaría cuando la garra me atravesara. El fin requiere mi vida.


Y no se lo iba a poner fácil.


Ni él a mi.


*     *     *

Por fin el taxi llegó al local. Al bajar noté que el frío de la noche era penetrante. Comenzaba a caer una fina lluvia. Ésa lluvia que no moja, pero te traspasa la carne hasta dejarte el frío húmedo encajado en la médula de tus huesos. 


Sin embargo, para mí fue un alivio sentirlo. Señal de que aún seguía vivo, de que había más sensaciones aparte del odio a lo que iba a hacer.


Señal de que hoy iba a haber buena caza. 


Las mejores presas salen en las noches así. Iba a disfrutarlo.


O eso pensaba.


Entré en el local. El aire estaba cargado, casi ardía al respirarlo, daba la sensación de que el oxígeno había sido consumido, que el aire había sido sustituído por otro miasmático gas, igual en todo al aire que acostumbramos a respirar, pero que minaba la mente.


Mejor para mí, así mi presa tendría más ganas de salir a la calle. Las presas son demasiado sensibles a éstas sensaciones. Pero tal territorio es un paraíso.
Al fin y al cabo, las presas son unos temibles depredadores.


O, mejor dicho, depredadoras. Las más peligrosas al fin y al cabo. El león tiene la fama, pero las leonas son las asesinas, las cazadoras, sin ellas los leones seguramente morirían de hambre.


La vi rápido, en cuanto me acerqué a la barra. Estaba en un rincón, apoyada contra la pared, bebiendo de un vaso alargado gracias a una pajita negra lo que parecía ser, irónicamente, un bloody mery.


No había lugar a dudas. El brillo rojizo de su piel, tan sólo visible con mis lentillas, dejaba claro quién, o mejor expresado según los expertos, qué era.


De todas formas me gusta asegurarme, ser metódico, no dejar lugar para las dudas. Podéis llamarme tradicional, pero sólo hay una forma de saber al cien por cien que tu presa es tal.


Tentándola con su plato favorito.


Con una pequeña cuchilla que llevaba escondida me hice un corte en el índice derecho. Inmediatamente, la chica miró en mi dirección. El brillo antinatural de sus ojos, la crispación de sus manos, la tensión en sus mejillas, a punto de quebrarse como el cristal, eran signos más que evidentes.


Pero había que estar seguros.


Capté su atención directamente hacia mí mirándola fijamente a los ojos. Desafiándola a que se atreviera a rechazarme.


Sabía que no lo haría. Antes de verme sabía que me deseaba. Que deseaba mi sangre. Una extraña mutación genética me hacía especialmente apetecible. Probablemente, si no hubiera sido educado como cazador, nunca hubiera sobrevivido a mi primera noche de fiesta, cuando tenía 18 años.


Llegué a ella, me presenté. No me fue difícil conseguir que para ella el mundo alrededor dejara de existir. Claro que había "hecho trampa", pero claro, ninguno buscaba en ésta conversación el fin que habitualmente todo el mundo busca en ellas.


Para ambos, la palabra habitual no entraba en los calificativos que podrían habernos descrito.


Poco nos importaba.


Me llevé en un momento la mano a la barbilla, mojando mis labios con mi propia sangre, pudiendo saborearla. Sonreí, y la reacción que buscaba no se hizo esperar. Me sonrió, y el brillo afilado de sus puntiagudos colmillos, que amenazaban con salir, hizo patente su naturaleza.


Esa sonrisa, sin embargo, me sorprendió. Había visto miles de sonrisas acolmilladas, pero ninguna como esa.


Una neófita. Una maldita neófita. No debía tener ni un año de vida. Bueno, de "no-vida" dicen los expertos. Lo que tenía delante era una chica, una niña, que había tenido la desgracia de verse convertida en un monstruo.


O la bendición. ¿Quién sabe? ¿Acaso alguien ha vuelto a ser normal tras convertirse en el cazador más temible que jamás nadie ha conocido? ¿Algún científico había conseguido alguna vez la cura para el terrible virus que exterminaba tu humanidad? ¿Era justo lo que iba a hacer en las horas siguientes?


Alejé esas dudas de mi mente, propias de un novato. "Soy un veterano", me dije, "no puedo dejar que las dudas me venzan. Si lo hacen, estoy muerto, o algo peor".


Tras un rato en tan gótico local, salimos a la calle. Caminamos bajo la lluvia buscando un lugar apartado. Ella me llevaba por callejones cada vez más oscuros y solitarios. Cualquier otro podría verse intimidado, asustado, pues casi corríamos en busca de el lugar más oscuro y solitario que podría haber en los alrededores.


Yo, sin embargo, me sentía cada vez más cómodo en esta carrera loca hacia la fatalidad. Tenía esa seguridad que te da llevar un arma en el bolsillo interior de la cazadora.


Llegamos tras muchas vueltas y revueltas al fin de nuestra carrera loca. Un callejón sin salida, oscuro, lúgubre, con el suelo brillante por la lluvia que, por fin, había arreciado. Una suave bruma salía del alcantarillado. El callejón, la propia oscuridad, parecía viva, capaz de materializarse en cualquier momento. De hecho, pude fijarme en que la oscuridad parecía manar de mi femenina acompañante.


"¿Una alfa?" Pensé "¿Una alfa de un año?" No podía creérmelo ¿Cada cuánto se presenta ésta oportunidad? La ocasión de retirar una alfa antes de la década de vida (perdón, no-vida, para no ofender a los expertos) era un raro acontecimiento. Eliminar a un mortal enemigo que podría cobrarse cientos, si no miles de vidas, antes de que estuviera en la plenitud de su poder, era como un rayo de sol en un día de siniestras tormentas.


Ya había retirado alguna alfa anteriormente, pero esto nunca me había pasado. Normalmente las alfas son guardadas con celo en sus nidos, y nunca los abandonan hasta estar medianamente maduras.


Con un año era una auténtica bebé. Una bebé de tiburón blanco hambrienta. Pero una bebé al fin y al cabo. Me sentía como un asesino de niños. Me daban ganas de vomitar.


Me estaba dejando llevar por mis emociones. Miré a la chica a los ojos, y me dejé cautivar por su belleza. De rasgos suaves, labios carnosos, ojos y cabello negros como la oscuridad que nos envolvía, bien formada. Era un auténtico trofeo para otro tipo de cazador. Para un cazador más mundano, más carnal, que tanto abunda desde finales del siglo veinte, hace ya 400 años.


La chica se acercó a mi rostro. Sentí su aliento sobre mis labios, cálido, y a la vez mortalmente frío. Me besó, y respondí. A cada momento nuestro beso era más pasional, más duro, más descarnado.


Justo lo que pretendía.


Había llevado a cabo este rito tantas veces que lo realicé de forma automática, hice que sus dientes pellizcaran mi labio inferior contra mis propios incisivos, haciendo brotar la sangre. Una punzada de dolor cruzó mi boca, y me retiré llevándome la mano a los labios, haciéndome el sorprendido. Ella ya había saboreado mi sangre, estaba perdida, de un momento a otro se prepararía para saltar, y antes de que estuviese en el aire la habría acribillado con mi turboláser.


Me equivoqué.


Ella se me acercó de nuevo, saboreando la sangre en sus labios. Me separó la mano del rostro. Y mirándome a los ojos me dijo "no, tranquilo, déjalo, me gusta el sabor de tu sangre, me excita", para a continuación seguir besándome mientras me arrastraba fuera del callejón.


Volvieron las carreras, aunque ésta vez sí que sabía a donde íbamos. La chica me llevaba con paso decidido a su nido. Y yo me estaba dejando llevar como un adolescente enamorado. 


"Despierta, amigo mío ¡despierta! ¡¡O mañana por la mañana no despertarás!!".


Poco me importaba la parte consciente de mi cerebro que me advertía contra el peligro. Me dejaba llevar. Lo estaba disfrutando. Iba a tener una sesión de amor pasional y sangriento antes de acabar mi trabajo. Y tal y como pintaba, éste iba a ser mi trabajo más difícil.


Llegamos por fin al nido. Un piso, pequeño. El piso cualquiera de una chica cualquiera. Para nada el oscuro y opresor nido de una alfa. Cómodo, alegremente decorado, bien ordenado. Parecía sacado del catálogo de una tienda de muebles. Estaba hasta bien situado. Pensé por un instante en mudarme aquí cuando acabara el trabajo y las inspecciones posteriores. Maldita burocracia.


En la misma puerta comenzó el baile. Ropas arancadas, abrazos, caricias, arañazos, mordiscos. La maldita alfa estaba volviéndome loco. Iba a perder el control, si no lo tenía perdido ya desde hacía horas. Me arrastró hasta su habitación, me ató a la cama y se subió sobre mí. "Amigo mío, estás perdido, has fallado, pero no pasa nada, al menos no vas a tener una muerte desagradable precisamente" 


El mordisco de las alfas inyecta una serie de drogas al torrente sanguíneo que lo convierten en algo no ya indoloro, sino totalmente placentero. Así la víctima no se resiste, sino que facilita la operación.


Pero algo ocurrió. No me mordió como muerden las alfas, durante el éxtasis orgásmico, de una dentellada brutal, veloz, imparable. No. Se acercó lentamente a mi cuello, y rasgó la piel con sus colmillos, que hacía rato que no escondía. Unos colmillos largos, blancos y afilados, cuyo borde había recorrido con mi lengua hasta hacerla sangrar, lo que la mantenía cada vez más excitada.


El rasguño hizo brotar la sangre. No hubo drogas, no hubo placer. Hubo escozor y dolor. No era un arañazo superficial, pero tampoco profundo. Lo suficiente como para que manara sangre no solo procedente de los capilares cutáneos. Acercó la boca a la herida, y succionó hasta saciarse.


Una vez terminó el éxtasis. Sin retirarse de encima mía, se acercó a la mesita de noche, abrió un cajón, y sacó algodón y alcohol. Curó mi herida, y luego me puso un pañuelo en la nariz. Pude sentir por un breve instante el olor al cloroformo que terminó por dormirme, pues el esfuerzo y la pérdida de sangre ya habían hecho bastante. Por lo menos seguía vivo


 *     *     *

A la mañana siguiente desperté en mi apartamento. Instintivamente llevé mi mano al cuello. No había herida, estaba cicatrizada totalmente. Algo debía haberme hecho la vampiresa aparte de curarla con alchohol.


Me levanté, y revisando mi ropa perfectamente colgada en una percha, encontré un papel en el bolsillo en que debía estar mi pistola. Una nota, en perfecta caligrafía, escrita con pluma. La muy zorra había usado mi estilográfica para escribirla, pues se encontraba encima de mi escritorio.

Como podrás comprobar sigues vivo ésta mañana. Desde el primer momento supe que eras un cazador, y que tu intención era retirarme. Decidí divertirme a tu costa y perdonarte la vida. Te recomiendo que te retires del trabajo, has sido cazado, y ahora puedo sentirte estés donde estés. Si sigues cazando volveré a cazarte. Si te retiras ya sabes dónde puedes volver a encontrarme.

                                                                                                                                           C.

¿Un aviso? ¿Un reto? ¿Qué debía hacer? ¿Informar a mis superiores u ocultarlo?


Me decidí por el secretismo. Fui a la central y pedí unas vacaciones, que no me tomaba desde hacía un par de años. Me las concedieron a partir de ese momento durante tres meses. 90 días para pensar en algo en lo que pensar con respecto a lo que me había sucedido.


Por la noche había tomado una decisión. Iba a volver al local donde la conocí. Había comenzado a sentir atracción por la vampira. Esta podría ser mi perdición. Esta podrían ser las últimas palabras que escribo.


El taxi está abajo esperándome. Voy como anoche, sin pistola, eso sí. En cuanto acabe éstas palabras dejaré la nota sobre la mesa del salón junto a mi estilográfica.


Si lees esto, es que el destino se ha cumplido y he sido retirado definitivamente.


                                                                                                                                         C.F.

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