viernes, 22 de julio de 2011

La Esfera

Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar mucho más esta tortura e iré al encuentro del terror que me acecha en las sombras. Que mi adicción a la morfina no les lleve a considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído éstas páginas apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no completamente, por qué debo olvidar o morir.


            Deben saber que antes de caer en las garras del opio, mi profesión y pasión era la arqueología, en concreto la egiptología. Estudié con los mejores, en las mejores universidades. Y conocí a muchos y magníficos compañeros de profesión. El más cercano, al único al que consideraba amigo mío, casi un hermano, era toda una eminencia en la historia americana precolombina. Nuestro mutuo respeto y cariño nos llevaba a consultarnos en multitud de ocasiones, a pesar de lo diferente que eran los campos que estudiábamos. O eso creíamos.

            El inicio de nuestras desgracias se encuentra en una de éstas consultas. Mi estimado Marlow (así se llamaba) acudió una fría noche invernal a mi casa. Traía un pequeño bulto envuelto en tela que estaba ansioso por mostrarme. Nos pusimos al día, pues hacía casi un año que no nos veíamos, y sus estudios en el corazón de los Andes no facilitaban la comunicación precisamente.

            Tras una agradable charla y unas copas, me mostró aquel paquete. Era una esfera grande, del tamaño del cráneo de un infante de meses de vida, de un azul brillante, pulida, sin una marca, transparente. Dentro de ella, si la ponías a la luz de la chimenea, se atisbaba un símbolo inequívoco, el Ojo de Horus. Pero era diferente. En lugar de una pupila redonda había una alargada, fina, como la de una serpiente o un gato. Curiosamente, la pupila parecía brillar con una tonalidad rojiza, y sin duda el efecto de la luz refractándose provocaba la sensación de que te vigilara, de que se moviera buscándote. Resultaba inquietante, pero estaba acostumbrado a tales artefactos.

            Sin embargo, éste tenía algo que nunca había visto. Marlow lo había encontrado en los Andes. ¿Cómo era posible? Me pregunté. La Esfera de Horus (así la llamábamos) se encontraba dentro de una cámara funeraria que encontraron de casualidad en una excavación. La tumba era, con total seguridad, egipcia.

            Marlow traía su libro de anotaciones. Estaba repleto de símbolos egipcios que conocía muy bien, todos copiados del lugar donde reposaba la Esfera. Incluso habían encontrado una momia, vendada como los Faraones. Ciertos autores habían comenzado a coquetear con la idea de una comunicación precolombina a través del Atlántico, pero esto parecía totalmente absurdo.

            No lo dudé, y dos semanas después me encontraba en lo alto de la cordillera sudamericana, observando con mis propios ojos, tomando mis propias notas, de aquella tumba faraónica en medio de un poblado Inca. ¿Cómo podría haber ocurrido tal milagro? No podía ser una falsificación, estaba demasiado bien conseguida, ni yo mismo la hubiera hecho mejor. Lo que más me llamó la atención fueron las inscripciones que rodeaban la momia y el pedestal de la Esfera de Horus. Al parecer aquel objeto había sido tallado por un Dios hermano del Señor del Inframundo, renegado por toda la eternidad al sufrimiento eterno en los fuegos del Averno. No especificaba su nombre, pero sí narraba que la Esfera era una maldición. Aquel que la poseyera, fuera Dios u hombre, poseería el poder de viajar donde quisiera, y todos aquellos cuya existencia fuera infeliz donde estuvieran le seguirían. Pero cada vez que se usara el poder de la Esfera, el Mundo se debilitaría, abriendo cada vez más las puertas del Infierno. Por ello, Horus pidió ayuda a los demás Dioses, pues sabía que una catástrofe semejante acabaría por destruir el Mundo tal y como Ellos lo habían creado y gobernado. Reunidos en Consejo, los Dioses crearon a una criatura, el Avhanii, que perseguiría y condenaría el alma de aquél que usara la Esfera y de toda su familia, para evitar que nadie la tuviera. Después la narración continuaba explicando qué sucedió para que acabara enterrada junto a alguien que la vigilaría eternamente (la momia supusimos). Por desgracia la escritura se había degradado y no se podía estudiar correctamente. 

            Una vez analizamos tal relato, Marlow comenzó a especular con la posibilidad de que la tumba fuera construida en los Andes, sino en Egipto, y que la Esfera, como acto de última maldad, decidiera desplazarse junto con la cámara funeraria a otro lugar, lejano a donde nadie pudiera encontrarla. Desechamos esta idea como absurda, debía de haber una explicación racional, pero aunque lo negábamos no la abandonamos. La posibilidad de que ese objeto tuviera tales poderes nos aterraba y fascinaba al mismo tiempo, como a un niño pequeño que se esconde debajo de las sábanas en la oscuridad, pero no deja de sacar un ojo para ver aquello que se esconde entre las sombras.

            Cuando volvimos de nuestro viaje, Marlow se quedó con la Esfera, para entregarla en no recuerdo qué Museo, junto a multitud de objetos recopilados en su excavación. Sin embargo, pasados cinco años después de la anterior visita, volvió a mi casa con la Esfera de Horus envuelta en una tela, como antaño hizo.

            Habían sido cinco largos años. No nos habíamos visto desde entonces, ni enviado cartas, ni nada. Cinco años de larga incomunicación. Cuando le abrí la puerta estaba empapado por la lluvia, helado por el frío, harapiento, tembloroso, con el cabello y la barba descuidada. Parecía que hubiera envejecido cincuenta en lugar de cinco años. Apenas le reconocí si no hubiera sido por sus ojos. Unos ojos que mostraban un pánico atroz.

            Le obligué a asearse, le presté ropa, y le serví una copa de coñac para que entrara en calor. Mientras me contaba qué le había pasado temblaba, miraba furtivamente a las sombras. Decía que algo le perseguía, algo que había matado a sus amigos, a su familia, y todo por la Esfera de Horus. Se la había quedado. Algo, un brillo fascinante y aterrador en el Ojo de su interior le había cautivado, y finalmente no la entregó al Museo. Incluso habló de una lágrima de roja sangre que el ominoso óculo dejó caer, llegando a salir de las brillantes capas de macizo mineral, y cayendo al suelo de su despacho, dejando una marca indeleble en la madera.

            Todo esto me parecía una auténtica locura. Decía que ante tales horrores había acabado presa de la morfina. Dependiente del sueño opiáceo para librarse de las torturas de la realidad. Perdió su prestigio, todas sus posesiones, y la vida de sus seres queridos. Todo, me decía aterrado, a manos del Avhanii.

            Tuve que tranquilizarle. Esto era una enorme locura, algo demencial. ¿Cómo Marlow, un hombre racional, podía creer en estas cosas? Imaginaba que una serie de fracasos le habrían llevado a la morfina y que, al volverse dependiente de ella, habría sido abandonado por su familia, y que sus bienes habrían acabado convertidos en jeringuillas. Eso, o que él había acabado matándolos. La mente del morfinómano no funciona como la de los demás.

            Finalmente, me pidió papel y tinta. Se los facilité, y se puso a dibujar. Cuando acabó, me mostró un horror envuelto en tinieblas. Un ser envuelto en una especie de hábito oscuro, roído. Tal horror era alto, muy alto, de más de dos metros. Las piernas eran largas y finas, pero me decía que sus tendones eran más fuertes que el acero templado. El pecho fuerte, y los brazos transformados en alas, con garras en lugar de manos. Pero por encima de todo destacaba su largo cuello, que doblaba hacia abajo, y encajaba en la parte posterior de un terrible cráneo que parecía salir de la piel. La cabeza parecía la de un ciervo o un caballo, sin osamenta, pero con unas fauces llenas de dientes de tiburón. Marlow dijo que eso era el Avhanii. Eso era lo que había visto cada vez que la fortuna le volvía la espalda. Que estaba presente cuando perdió su fortuna. Lo veía en cada sombra, en cada reflejo, en cada cuadro. Finalmente lo vio de cuerpo real. Presenció cómo una noche mató a su hijo con sus garras, con sus dientes, con su brutal fuerza. Cómo ejecutó a sus hijas, a su esposa, sin piedad. Todas las noches desde entonces, decía, le perseguía, y le dejaba horribles marcas en la piel, señal de que su condena le perseguiría eternamente por usar el poder de la Esfera.

            Si sus palabras eran ciertas. Esa noche el Avhanii vendría a por él, para acabar con su vida y con su alma inmortal. Para demostrármelo, se desnudó y me mostró las terribles heridas sangrantes que ningún médico había podido sanar. Sólo la morfina le aliviaba el dolor físico y mental que le atormentaba.

            De repente, las luces se apagaron. Marlow gritó que estaba allí, que había venido a por él. La oscuridad se hizo densa, palpable, maleable. Algo terrible me hizo despegar del suelo y precipitarme contra una esquina. Quedé semiinconsciente, pero guardé la suficiente fuerza de voluntad como para atisbar algo enorme que se movía entre las sombras, que aprisionaba a la silueta de Marlow, y le destrozaba con terribles movimientos para, finalmente, desaparecer a través de un portal que brillaba con una pálida luz azul y púrpura.

Finalmente me desmayé, y a la mañana siguiente, al despertar, pude ver la estancia destrozada, pero sin una gota de sangre. Parecía como si todo aquello que hubiera sido parte de Marlow hubiera desaparecido a través de tal terrible puerta (supuse) al Inframundo.

De algo me costó percatarme, que no vi hasta que con ayuda de amigos y vecinos reestructuré la habitación. La Esfera de Horus seguía allí, intacta, llamándome. En la soledad de la noche podía sentirla invocándome a poseerla, a reclamar su poder como mío. Decía que el Día de la Liberación estaba cerca. Sólo tendría que hacerla mía, y cuando lo Inevitable ocurriera, yo sería el Elegido entre los Elegidos.

Era un tormento. Al principio creí que eran sueños, pero me di cuenta de que era real. La Esfera me llamaba por mi nombre, me prometía innumerables riquezas. Para ello sólo tendría que reclamarla.

Decidí deshacerme de ella, y la cedí al Museo para el que trabajaba. Durante un año tuve paz, pero poco a poco la piedra volvió a invocarme. Pasó de los ofrecimientos a una imperiosa orden. Si no la reclamaba, vendrían otros que lo harían, y me condenaría eternamente por haberla rechazado.

No sé cómo, un día que estaba en el Museo, me acerqué a contemplarla. Mientras la observaba, pude ver una lágrima sangrienta salir del Ojo, atravesar el cristal, y dejar su marca en la caja de vidrio que la contenía. Algo se apoderó de mí. Sentía que no controlaba mi cuerpo, aunque estuviera dentro de él. Saqué la Esfera de su caja, y justificando no recuerdo qué estudio, me la llevé a casa. No tuve problema, puesto que tenía carta blanca con los dirigentes del Museo. No tenía ni idea de los horrores que tal acto iba a desencadenar en mi vi…

¡¡Oh no!! ¡¡Ya ha comenzado!! Estas líneas son lo último que voy a escribir. Tras la muerte de mi familia, la pérdida de mi fama, de mi fortuna, comprendo ahora al pobre Marlow. Cuando ya no me queda ni morfina para aliviarme, cuando nada podrá disimular el horror de la muerte de mi cuerpo ni inducirme en un sueño profundo para ignorar qué ocurrirá con mi alma, es cuando siento la misma desesperación que él experimentó. Tengo a mi lado la Esfera de Horus. Ignoro si algo podrá espantar, no digamos dañar o matar al Avhanii, pero al menos estoy dispuesto a intentarlo. Si algo podrá al menos distraerle, es este terrible mal esférico. El Ojo me mira, tiembla. Mira a la puerta, a las sombras de mi pequeña y destruida estancia. Lo último de mi vida…

La vela se ha apagado, las sombras se ciernen sobre mí… ha comenzado…

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